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Castronuevo

Zamora - Castilla y León

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El río de Castronuevo

El río de Castronuevo

Me cuentan que el río se desbordó este otoño, y su cauce fresco inundó las riberas como queriendo adentrarse en el pueblo por la puerta falsa; mi querido Valderaduey quiso ser protagonista y salir de su beatífico anonimato, así que arremetió contra el puente y sus aguas caudalosas estallaron en inesperadas olas que sobresalieron por encima de los ojos que habitualmente se dejan acariciar de manera apacible y sosegada por sus aguas calmosas.

El Valderaduey, que tiene alma callada y no suele dar motivos para ser protagonista, en esta ocasión reclamó la atención que siempre le habían negado, se sublevó y mantuvo en alerta a los habitantes del pueblo a quienes dio, además, un motivo recurrente de conversación.

Me cuentan que una vez hubieron vuelto las aguas a su cauce y con la llegada del calor previo al verano, el río ha regalado cientos de cangrejos para deleite de los pescadores que gustan explayarse entre los juncos frescos para recoger el preciado fruto.

Desde la distancia imagino al dócil Valderaduey recobrando su callada rutina, perdiéndose entre suaves elipses que acentúan su huella y juntan pueblos y caminos aunque es, sin embargo, mucho más que un río que atraviesa un pueblo; sus aguas abastecen los campos transformando el secano en regadío gracias a los canales que circulan por largos acueductos cerrados mediante compuertas que los labradores abren a voluntad nutriendo sus campos con el preciado elemento.

Del mismo modo lo recuerdo en los años de mi infancia sirviendo de solaz y refresco en las calurosas tardes agosteñas para aquellos que disfrutábamos adentrándonos en su cauce con pisadas inseguras y los pies desnudos entre el ramaje que formaba un lodazal de blandura extraña; y también recuerdo alguna culebra de agua que se enroscaba envolviendo los cuerpos rápidamente hasta perderse, con el consiguiente alboroto de todos nosotros.

Sí, los ríos en Castilla tienen más aprovechamiento que en otros lugares, y eso lo saben bien los campesinos, los ganaderos que abrevan allí sus animales o la población de Castronuevo tan apegada a sus aguas.

viernes, 01 de agosto de 2014 a las 10:57

 

Castronuevo en invierno

Castronuevo en invierno

Castronuevo en invierno es frio seco que se mete en los huesos y al que se combate con gruesos manteos en una camilla que cobija el brasero (ahora eléctrico, antes de leña y brasas).

El pueblo se blinda contra el aire que curte las caras de los pastores y aquellos agricultores que se exponen a trabajar sufriendo las inclemencias de un tiempo que no da tregua.

Hombres y mujeres se dan cita obligada en la misa del domingo y no suelen aventurarse a salir de casa más allá de lo estrictamente necesario. La vida, una vez más, se hace de puertas para adentro y las casas son el mejor refugio que protege personas y ganados. También los tractores, arados y demás útiles de trabajo se guardan para protegerlos de las heladas que caen de manera inmisericorde cada madrugada hasta amanecer con un leve manto de hielo que cubre por completo el pueblo.

Recuerdo antaño a mi abuelo encaramado en el hogar (que estaba a un metro del suelo y tenía una chimenea enorme), poniendo una lumbre que duraba todo el día, y recuerdo como todos nos reuníamos frente a la leña ardiendo y observábamos incansables el crepitar del fuego.

También me acuerdo de que a la hora de acostarse las sábanas estaban muy frías y mi abuela utilizaba una especie de gran cazoleta llena de brasas con un mango largo a modo de calentador, abría las sábanas y las recorría arriba y abajo para que se impregnaran del calor y no fuera tan fría la experiencia de acostarse.

Ahora, cuando basta con apretar un botón para encender una luz, abrir un grifo o aislarnos del calor o del frío y en las ciudades se disfruta de tantas comodidades, no dejo de pensar en que si mis abuelos y todos mis antepasados que vivieron y murieron en Castronuevo pudieran deleitarse con tantos avances como los que han traído estos nuevos tiempos, no podrían creerlo. A veces pienso si ellos con sus privaciones fueron más felices que nosotros con tantos boatos, la mayoría incluso innecesarios, pero así somos y así estamos educando a las nuevas generaciones, en la abundancia, en los caprichos, en las comodidades, en el consumismo, en la complacencia&

Sin embargo, cada estación del año yo regreso mentalmente a Castronuevo para rememorar la vida de este y tantos pueblos castellanos soportando las inclemencias de una climatología fría y dura que consigue encerrar en casa a la gente para dar un aspecto de pueblos deshabitados y fantasmas que solo el olor a leña y las chimeneas echando humo disuaden de esta soledad y hasta se agradece pasar por estos pueblos en la seguridad de que todavía siguen vivos, de que aún no les ha llegado ese fin previsible al que se abocan si alguien no pone remedio.

viernes, 01 de agosto de 2014 a las 10:49

 

Castronuevo en otoño

Castronuevo en otoño

El otoño en Castronuevo es un poco triste, o al menos así es como yo lo he vivido siempre. Con su llegada, el pueblo se va quedando solo, los forasteros que vinieron para las fiestas agosteñas ya se han ido a sus lugares de origen, a sus vidas lejos de allí, y aquellos otros que haraganearon un poco más estirando los días, empiezan a notar la falta de comodidades del pueblo en relación con la ciudad, la ausencia de calefacción, el incipiente frío, los días que se acortan cada vez más, la gente que ya no sale de sus casas& todo ello les obliga casi a hacer las maletas y despedirse hasta que vuelvan tiempos mejores, por lo general en primavera, y regresen de nuevo.

Así que Castronuevo se queda en su esencia más pura; es decir, solitario, algo más envejecido y quizá un poco más triste porque los vecinos se habían acostumbrado al bullicio de los veraneantes que lo invadieron todo contagiándoles alegría, ganas de murmurar y favoreciendo temas de conversación en un pueblo que ya no tiene de qué hablar porque las cosas se saben de memoria, o acaso porque no hay ganas de decir lo mismo a la misma gente de siempre; por eso no resulta infrecuente que se reúnan varios viejos en un banco y pasen horas sin decir nada, pensando en sus cosas y mirando con ávida curiosidad un coche que transita o alguien que cruza la calle y los escrutan indagando cada uno de ellos los motivos por los que camina por allí, donde irá o de donde vendrá, elevando lo cotidiano a la categoría de extraordinario.

La gente de mi pueblo (como la de muchos otros pueblos) es así: sencilla, austera, parca y nada amiga de frivolidades. Sin embargo también es crítica, mordaz, irónica y hasta cruel con sus semejantes. Si hay una disputa verbal con otro paisano, sea por unas tierras o cualquier otra cosa, una vez se ha disuelto la conversación o superado el malentendido, queda el resquemor de lo que ha dicho el otro y perdura para siempre una animadversión que va creciendo sin saber por qué y se enraíza en lo más profundo. Esa discordia permanente, ese resentimiento sin solución me produce una desazón que empaña la benevolencia de mis pensamientos con respecto a mi pueblo; sin embargo no debo obviarlo por indeseado, sino que hay que reconocerlo porque forma parte de la realidad.

En otoño cambia el campo y los olores. El verde que teñía el suelo ha dado paso a tierras aradas que se muestran desnudas esperando que el germen depositado en sus entrañas vaya formando las matas que darán lugar al ansiado cereal. Llega el frío, ese airón que parece que vaya a arrancar las casas desde sus cimientos, el silbido permanente del viento anunciando un invierno que se abre paso a fuerza de arremeter contra gentes y enseres.

La villa se ha cubierto de cardos que crecieron asilvestrados campando a sus anchas por un terreno libre. Los niños ya han retornado a la escuela, los agricultores vuelven al oficio y el pueblo se prepara acumulando leña para el invierno, quitando las lonas que cubren las puertas de entrada de las casas, tapando con plástico los geranios para protegerlos de las inclemencias del tiempo y entrando en casa para hibernar hasta la próxima primavera.

Se sale de casa lo justo y bien pertrechados. Hay que sacar las pellizas, las mantas, poner los tupidos manteos en las mesas camillas que cobijarán el brasero, encender las calefacciones de las casas más nuevas, guardar la ropa de temporada y sacar de los baúles la pana y las franelas. En poco tiempo llegarán los fríos y la crudeza del invierno se presentará en todo su esplendor. Llegarán las heladas, los sabañones en las manos, las cabritillas en las piernas de las mujeres al amor del brasero, el moquillo permanente, los nuevos olores a guisos contundentes, a leña que arde en el hogar, a pucheros humeantes&

Castilla en su crudeza forja a su gente a golpe de inclemencia. Los hombres se embozan y apenas se distinguen embutidos en sus pellizas o capas. A lo lejos suele verse a algún pastor que, guarecido junto a un árbol o agazapado en una improvisada caseta, vigila sus ovejas y desafía al invierno como puede, pasando las penurias propias de un trabajo alejado de la comodidad. Cuando recoge el ganado, ya sea en el redil o en casa, la faena continua, hay que darles de comer, ordeñar el ganado y después, darse un baño caliente para quitar ese olor a oveja que aparta a las muchachas de los pastores, mientras ellos se sienten menospreciados porque no pueden evitarlo.

Esa es mi tierra, el lugar donde nací, el que cobijó mi infancia, rescató mi juventud y sirve de apoyo en mi madurez. Lo siento en cada estación, en cada hombre que camina junto a mí en la ciudad y que veo tan diferente a mis paisanos o en cada mujer resuelta, caminando erguida. Van por la calle como si fueran los dueños del mundo, indiferentes, sin prejuicios, ríen o lloran según se tercien las circunstancias, sin miedo al qué dirán, en medio de una sociedad que les ha enseñado a vivir sin convivir, a pisar fuerte, a no carecer de nada, a gastar a manos llenas y a coexistir sin complejos.

Sin embargo la gente de mi pueblo es diferente; siguen atormentados por sus prejuicios, pero son francos, directos, acaso sin sutileza y a veces incluso un poco crueles. Sus manos toscas, anchas, con dedos gruesos, y palmas encallecidas y con durezas, reflejan la aspereza de su oficio al aire libre, pero cuando la estrechan es un apretón sincero, no de compromiso, de esos que se dan porque sí, y lo escatiman porque valoran el significado de estrechar la mano cuando este simple gesto era suficiente para cerrar un trato y tenía más valor que cualquier papel.

Cuando miro por la ventana desde este lugar tan diferente, instalada en una comodidad y una forma de vida distinta, y pienso en mi viejo pueblo que se prepara para otro invierno, no puedo evitar un sentimiento de culpa mezclado con la añoranza y la certeza de que, un año más, lo viviré en la ausencia.

viernes, 01 de agosto de 2014 a las 10:32

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