LOS VIEJOS OFICIOS -2-
Mucha gente levantaba sus casas de adobe de manera artesanal y muy básica. Se trabajaba una mezcla de tierra, paja y agua que vertían en moldes cuadrados dejándolos secar al sol; una vez secos los desmoldaban y ya estaban listos para construir casas, cercas para el ganado o cualquier otra edificación que fuera precisa. De este modo se construyeron la mayoría de las casas y, dado que la materia prima abundaba en el pueblo y podían permitirse ser generosos con el espacio de edificación, las casas más antiguas tenían unos muros gruesos que aislaban las viviendas tanto del frío como del calor, característica ésta muy importante en una climatología adversa con inviernos muy fríos y veranos demasiado calurosos. Después vendrían los primeros albañiles profesionales que construyeron ya con ladrillo y cemento una buena parte de las viviendas del pueblo.
Los carpinteros que mejor recuerdo vivían al lado de la laguna y al pasar por allí, siempre con la puerta abierta, era fácil escuchar la sierra trabajando y ver las virutas de serrín que lo impregnaban todo.
Al afilador lo apodábamos "El señor Zazo", porque no pronunciaba bien y hablaba con la "z".Iba casa por casa con su carrito y hacía sonar un silbato acompañado de un estribillo, que yo siempre entendía como: "Afilador que todo lo cheira: navajas, cuchillos, tijeiras", deteniéndose en las casas que requerían sus servicios para afilar: tijeras, cuchillos, hoces de segar etc.
En una época en la que escaseaba el dinero, los arreglos eran indispensables para una buena economía doméstica. Las mujeres cosían la ropa, volvían los cuellos de chaquetas y camisas para que duraran más, adaptaban las vestimentas de los hijos mayores para los pequeños y utilizaban las telas sobrantes como trapos para pasar el polvo, limpiar los cristales etc.
El menaje de cocina estaba compuesto por utensilios en su mayoría de barro: ollas, cazuelas, potes; pero también existían algunos de estaño y de hoja de lata: fiambreras, zafras, calderos, vasijas... y cuando estos se estropeaban por el uso o tenían piteras, había que recurrir a profesionales como el hojalatero que iba de vez en cuando por las casas y los reparaba estañando la rotura y prolongando, de ese modo, su vida durante otra temporada.
En un pueblo agrícola y ganadero como el Castronuevo que recuerdo en estas páginas, se desarrollaron oficios muy ligados a tales actividades. Había mucha ganadería doméstica: pollos, gallinas, cabras, conejos o patos de los que se encargaban las mujeres de las casas, pero también se criaban cerdos para la matanza o para la venta-, había vacas lecheras y atajos de ovejas. Se comerciaba con los productos derivados de estos animales: leche, huevos o quesos que, una parte se vendía entre los habitantes del pueblo, y otra a las fábricas que iban por los diferentes municipios recogiendo, sobre todo la leche, en camiones cisterna cada mañana.
Como consecuencia de la existencia de tanto ganado lanar, el esquilador fue una figura importante y necesaria, y los esquiladores de mi pueblo esquilaban tanto en Castronuevo como en los pueblos cercanos.
Antes de que se extendiera el uso de la mecanización agrícola, las caballerías hacían una labor fundamental en los trabajos del campo. La proliferación de éstas hizo que otro oficio se convirtiera en imprescindible: el herrero. La fragua, además de un lugar de trabajo, era también un espacio de reunión entre los labradores. Allí acudían con frecuencia los hombres al regresar del campo no solo para arreglar los útiles y aperos de labranza, sino también para charlar y encontrarse, hablar e intercambiar impresiones.
Otro punto de reunión que tuvo gran importancia fue la herrería en una época en las máquinas aún no habían sustituido a los animales; así cuando se precisaba herrar el ganado caballos, mulas o asnos-, se acudía a casa del herrador con los animales, constituyendo este oficio, como tantos otros, una singularidad casi desaparecida hoy en día.
En Castronuevo un oficio que nunca podía faltar era el de veterinario, ya que en tiempos fue un pueblo básicamente agrícola y ganadero. En este apartado tengo el orgullo de mencionar a mi tatarabuelo Antonio Turiño que, además de veterinario, fue el precursor y origen de mi existencia, mi antepasado por excelencia ya que partiendo de él, y a través de los matrimonios de dos de sus hijas comienza mi saga familiar por ambas ramas: paterna y materna. Posteriormente otros veterinarios se hicieron cargo del oficio, ya fuera residiendo en el pueblo o yendo esporádicamente según demandaran sus servicios.
Me he referido a quienes atendieron a las necesidades médicas del ganado, ahora lo haré refiriéndome a quienes trabajaron por la salud de la gente. Los médicos que prestaron sus servicios en el pueblo eran lo que en la actualidad se entiende como "médico de cabecera", ya que en su recorrido diario por las casas para visitar a los pacientes, conocían a la familia y sus vicisitudes, lo que les permitía hacer una historia clínica integral. Puede que sus remedios fueran escasos, ya que eran generalistas y para casos importantes se imponía la visita al especialista de la ciudad, pero suplían la falta de medios con su cercanía física y emocional.
Los remedios que recetaban se dispensaban en la botica. La farmacia que mejor recuerdo estaba situada en la cuesta, camino de la carretera, y era pequeña pero estaba muy surtida para la época. Con el devenir de los tiempos, y dado que Castronuevo cada vez se estaba quedando más solo de vecinos, dejaron de funcionar las escuelas y también la farmacia, que se llevaron a otro pueblo cercano más grande; por ese motivo una chica del pueblo se encargaba de recoger las recetas por las casas y devolvía las medicinas que previamente le habían dispensado en Zamora. Para completar el apartado de salud, no podría faltar la figura del practicante, y al mencionar esta profesión en el pueblo surge instintivamente el nombre de Javier, que fue el practicante por antonomasia durante muchos años, a quien tengo un enorme cariño, tanto por sus méritos profesionales (vivo gracias a él, pues ayudó a mi madre a traerme al mundo en un parto complicado), como por los lazos familiares que nos unen.
En la actualidad, por desgracia, muchos de los oficios que he referido ya no existen, y muchos de los profesionales tampoco ejercen. En tiempos Castronuevo fue de los pueblos más importantes de la comarca, pero poco a poco nos fueron quitando lo más básico: el médico, la farmacia, el practicante, las escuelas& En la actualidad está habitado por una comunidad de gente sencilla y de su antigua grandeza solo queda el recuerdo.
Los jóvenes se han marchado; no quieren quedarse en un pueblo que no les ofrece ningún aliciente de ocio y solo permanecen unos pocos que siguen labrando la tierra de sus padres y antaño de sus abuelos. Ellos junto con las personas mayores que se han criado allí y no conocen ni quieren saber de otro lugar que no sea Castronuevo, siguen esperando su final y con ellos la soledad más absoluta de calles y plazas que incluso ahora se ven despejadas de vecinos.
Yo, desde estas líneas de recuerdo y nostalgia, pretendo que mi pueblo siga vivo recordando con agrado sus mejores tiempos.
Mª SOLEDAD MARTÍN TURIÑO
jueves, 07 de agosto de 2014 a las 14:00
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LOS VIEJOS OFICIOS -1-
Si rememoro oficios antiguos que han quedado en la memoria de mis años jóvenes y que resultan en la actualidad inexistentes, no puedo olvidar al pregonero, un hombre menudo que cada tantos metros y acompañado de un silbato-corneta recorría el pueblo transmitiendo todo tipo de acontecimientos relevantes concernientes al Ayuntamiento, la Hermandad de Labradores y Ganaderos, o cuantas novedades podían ser de interés para los vecinos, y que muchas veces empezaba con el estribillo aprendido: "De parte del señor alcalde se hace saber....". Era una forma sencilla de que los habitantes del pueblo y, sobre todo, la gente mayor que vivía sola encerrada en casa, se enterase de las novedades que acaecían en Castronuevo.
Otra manera de informar a los vecinos del pueblo era a través del repicar de las campanas de la iglesia; dependiendo de la cadencia con que sonaran se sabía si tocaba a difuntos, a fuego, a misa, a rosario, novena etc. y aquel que se dedicaba a tañer las campanas con arte era un auténtico maestro reconocido por todos.
Tengo el orgullo de constatar aquí que, además de otros nombres, mi abuelo Bernardino, a decir de mucha gente, fue uno de los mejores campaneros reconocido por su arte a la hora de hacer repicar las campanas de nuestro querido pueblo, aunque también es verdad que nunca le gustó prodigarse demasiado.
Un acontecimiento muy importante era cuando el sacerdote acompañado de uno o dos monaguillos salía de la iglesia hisopo en mano y procedía a la "la bendición de los campos" seguido de los feligreses, asunto que acontecía todos los años el día 15 de Mayo, festividad de San Isidro Labrador. Ese día las campanas tañían con fuerza y después de comer se celebraba la jornada con un buen postre que solía ser leche crema elaborada con la leche que regalaban los atajeros.
Para las misas o las novenas se acostumbrara a hacer tres llamadas o avisos: las primeras, las segundas, las terceras y la entrada, que era cuando a los hombres, reunidos en el pórtico de la iglesia y una vez que las mujeres estaban ya sentadas en sus reclinatorios o en sus bancos, les tocaba entrar para comenzar el acto religioso. En la actualidad este quehacer artesano ha quedado en desuso, y se ha sustituido por un disco. Aunque parece igual, no lo es ni de lejos, sobre todo porque el factor humano, como en tantos oficios, se ha perdido. Dentro de iglesia cada uno tenía su espacio. Los pequeños se colocaban en la primera parte del recinto, los niños a un lado y las niñas a otro. Pasado el escalón principal, y en una segunda división, se situaban las mujeres, y en la parte trasera del templo los hombres. De esta forma, aunque los miembros de una familia entraran juntos, cada uno sabía el sitio que tenía que ocupar una vez dentro de la iglesia.
Si bien otros muchos oficios han desaparecido con el transcurrir de los tiempos, quisiera mencionar aquí algunos de ellos que formaban parte del trabajo diario en muchos pueblos castellanos como el mío y pese a que varios de ellos continúan desarrollándose del mismo modo, quiero rememorarlos por los recuerdos tan entrañables que dejaron en mí.
Recuerdo al cartero, que iba de puerta en puerta para entregar la correspondencia a los vecinos que conocía por su nombre. Entonces no se ponían en los sobres los nombres de las calles, solamente se cumplimentaban tres escuetas líneas: el nombre del destinatario, el pueblo y la provincia. Estos únicos datos eran suficientes para que el cartero hiciera su labor, y tengo que decir que, en un época en la que el género epistolar era el medio de comunicación por excelencia, con una población semianalfabeta, caligrafías poco inteligibles y sin existir ayudas cibernéticas que facilitaran la tarea, pocas cartas dejaban de llegar a su destino.
El teléfono era otra forma de comunicación pero no existía en los domicilios particulares, por lo que la centralita instalada en una casa de Castronuevo era donde se concentraba la telefonía para todo el pueblo. La mayoría de las llamadas provenían de hijos que habían salido de aquella tierra para vivir y trabajar y se interesaban de vez en cuando por la familia que habían dejado allí.
Otro oficio que llegó a ser casi fundamental para los hombres de Castronuevo, fue el de barbero. Antiguamente los hombres se hacían afeitar una vez a la semana por el barbero que iba casa por casa a rasurar a sus clientes. Fueron varios los que trabajaron en el pueblo aunque yo en los últimos tiempos recuerdo a Alfredo viajando en bici por el pueblo con sus útiles de trabajo para atender a los clientes.
Mª SOLEDAD MARTÍN TURIÑO
jueves, 07 de agosto de 2014 a las 13:59
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COSAS DE MI PUEBLO
En mi pueblo, había una costumbre que consistía en abrir una hoja de la puerta principal por la mañana, y cuando alguna casa estaba cerrada era señal de que algo le ocurría al dueño de la misma, por lo que, de forma tácita la primera vecina que pasaba se asomaba para preguntar e interesarse por su dueño. Eso me daba una gran sensación de seguridad, sobre todo cuando mi abuela enviudó, era mayor y vivía sola.
Castronuevo, además de ser un pueblo agrícola, contaba con ganadería variada y los quesos, que constituían un producto típico y apreciado, en un principio los fabricaba y vendía el señor Esteban en su propia casa. Recuerdo el olor penetrante a suero al pasar por los alrededores, y no olvido el placer con el que lo degustaba mi abuelo unido con uvas (ya se sabe el dicho: "uvas con queso saben a beso"). Años más tarde la fama y calidad de este producto ha sido galardonada con la seña de denominación de origen y en la actualidad nadie cuestiona el queso puro de oveja de Zamora, que se elabora en diferentes fábricas de la zona.
Las distracciones eran escasas y el trabajo sin tregua. Los hombres tenían por costumbre, una vez llegaban de los campos o acababan sus tareas con el ganado, de reunirse en los bares del pueblo para tomar café y echar la partida: mus, garrafina, brisca, subastado etc. que, a veces solo era una excusa para pasar un rato de asueto tras una larga jornada de trabajo.
Las mujeres, sin embargo, no tenían entretenimientos conocidos y su vida se centraba en el interior de sus casas. Cuando llegó a algunas, la radio fue un aparato muy útil para ellas y contribuyó a que se formaran las famosas "portaladas", esto es, reunirse a la puerta de la casa un grupo de vecinas que, mientras escuchaban el programa femenino de moda en la época: radionovelas o los famosos "consejos de doña Elena Francis", cosían o hablaban entre ellas.
En la España franquista, las cátedras ambulantes de la Sección Femenina contribuyeron a crear expectativas para las mujeres del entorno rural. Iban de pueblo en pueblo y a lo largo de 45 ó 60 días les enseñaban nociones básicas de: puericultura, higiene, economía doméstica, actividades como bordar o hacer manualidades y, por supuesto, un sometimiento al hombre como dueño absoluto, sin cuestionarse su propia libertad como mujeres, ni otra labor que no fuera el trabajar, tener hijos, y abogar por conceptos femeninos básicos como la limpieza, la decencia o el recato que imponía la religión.
A raíz de la proliferación de dichas cátedras, aprendieron a reunirse y a socializarse como grupo. Era una forma de incentivar la vida de aquellas mujeres que no tenían más distracción que un trabajo duro, rutinario y casi siempre sin demasiados alicientes.
Recuerdo con especial cariño a las vecinas que se juntaban en la portalada de casa de mi abuela Tarsila y que, sentadas en círculo, unas en los poyetes de piedra que jalonaban la entrada de la casa y otras en sillas bajas de mimbre, contaban historias, cosían, bordaban y pasaban la tarde. A mí me gustaba escuchar sus anécdotas, participar de las conversaciones o, simplemente enterarme de aquellos relatos de boca de mujeres que me redescubrían un mundo diferente.
A menudo mi abuelo Bernardino se unía al corro a la hora de merendar. ¡Parece que lo estoy viendo, con la rebanada de pan sobre la que ponía un trozo de queso y tocino en una mano, y en la otra el racimo de uvas y la navajita con la que iba cortando pequeñas porciones! Yo le miraba embelesada mientras comía en silencio; después, con un guiño cómplice, me miraba sonriendo a modo de despedida y se marchaba dejando al grupo con su charla.
Mª SOLEDAD MARTÍN TURIÑO
jueves, 07 de agosto de 2014 a las 11:51
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LA ESCUELA DE CASTRONUEVO
Las escuelas en Castronuevo tuvieron dos ubicaciones que recuerde: la del terraplén, a la entrada del pueblo viniendo por la carretera de Zamora, y en el propio pueblo: la de los niños casi enfrente de la casa del cura, y la de las niñas un poco más abajo, donde se ubica hoy en día el consultorio Médico.
La enseñanza estaba dividida: los niños tenían maestro y las niñas maestra. En una época donde no existía una cultura de integración, se separaba a los dos sexos escrupulosamente desde la infancia y niños y niñas convivían juntos únicamente en el seno de familia, si se daba la circunstancia de que hubiera varios hermanos.
La educación era muy básica y el libro de texto obligado: la Enciclopedia con sus pastas duras ilustradas con figuras sencillas que observábamos uno y otro día, era un manual completo que contenía todas las disciplinas necesarias para una formación general: Aritmética, Geometría, Lengua, Geografía, unas Matemáticas básicas y unas someras nociones de temas generales.
La religión católica fue el soporte en el que se centró durante años la enseñanza. Se observaban reglas indiscutibles para una buena educación, como eran: el respeto a los mayores por el mero hecho de serlo, sin cuestionamientos, los buenos modales, las reglas de urbanidad, la disciplina... en una palabra, todo lo que, en términos generales, configuraba "una buena educación" centrada sobre todo en las manifestaciones externas. Recoordar mi escuela es volver a sentir el olor a polvo de pizarrines, gomas de nata de Milán y tinta de los tinteros mezclado en invierno con un fuerte efluvio de goma quemada, procedente de las latas con brasas que llevábamos los niños a la escuela y poníamos bajo los zapatos para protegernos del frío, ya que constituía nuestra forma particular de calefacción en aquellos duros inviernos, como ya expresé al principio de este relato.
Recuerdo esa época pasada con nostalgia, porque muchas de sus manifestaciones se han perdido: el globo terráqueo, el crucifijo presidiendo el aula, los viejos mapas, el acto de entonar el "Cara al sol", el ponerse de pie como acto de respeto y saludo cuando alguien entraba, el rezo diario, aquella gimnasia elemental que se realizaba al aire libre, el tentempié de media mañana consistente en un vaso de leche caliente que se nos proporcionaba desde la escuela a cada niño y que todos recibíamos guardando una fila, el improvisado recreo en las calles aledañas a la escuela, la simplicidad de los juegos infantiles: el pilla-pilla, el escondite, el corro, los cromos o el castro en las niñas y el aro, el "hinque", la pelota, la peonza o las canicas en los niños... La maestra que mejor recuerdo en mi niñez en el pueblo fue Doña Agapita, una mujer enjuta y seria que, debido a la escasez de recursos didácticos, debía adoptar un sistema plural y multidisciplinar. Sin embargo eran suficientes una pizarra, un pizarrín y las enciclopedias Álvarez; todo lo que hacía falta era sólo inteligencia e ilusión. Aquella mujer me enseñó todo lo que sabía, y cuando lo habíamos aprendido, éramos nosotras, algunas de las niñas mayores, quienes la ayudábamos con las pequeñas. Entonces en una misma clase se concentraban varios grupos de edades diferentes, por lo que no debía ser sencillo enseñar las distintas materias para que fueran entendidas por todas a la vez.
Pese a que Doña Agapita fue la maestra de mi generación, también creo de justicia recordar en estas páginas a don Vitorio, el maestro de los niños de la misma época, y a otros de la generación anterior como fueron: Dña. Dolores, Doña Isabel, Doña Clotilde (que pegaba con una regla en la cabeza), Filito (en suplencias) Doña María o doña Delfina de las Heras, esta última madre de diez hijos. Todas ellas fueron maestras de niñas, y a: D. Basilio (padre de D. Felipe y D. Benjamín, ambos curas), y Don Paulino, maestros de niños.
A todos ellos mi emocionado recuerdo y gratitud, porque fueron más que maestros; marcaron la vida de muchos de nosotros con sus gestos y supieron transmitirnos, a través de manuales básicos e ideas simples, los conceptos más importantes de la vida, algunos de ellos no escritos precisamente en los libros de texto. Nos estamparon la vida a través de valores como el respeto, la disciplina, la obediencia o el compañerismo y con sus gestos parcos e indispensables transfirieron enseñanzas que iban más allá del propio libro de texto. Hoy, pasados más años de los que puedo recordar, siguen vivos en mi memoria aquellas imágenes de rectitud y seriedad que grabaron el carácter de mis primeros años.
martes, 05 de agosto de 2014 a las 10:50
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LA VIDA DE ANTAÑO -2-
Antiguamente la mayoría de las casas tenían horno propio donde se cocía el pan y luego se protegía con un paño blanco llegando a durar blando una semana. Con el paso del tiempo, a medida que los carros fueron desapareciendo, se empezó a fabricar pan en el pueblo. Quienes no tenían horno, lo compraban en casa de Tano o de Casto y su mujer Esperanza, que fueron durante mucho tiempo los panaderos del pueblo y disponían de maquinaria industrial, no tan sofisticada como ahora, pero suficiente para abastecer las necesidades de los vecinos. También las mujeres tenían la oportunidad de hacer sus dulces: aceitadas, rosquillas, moritos, bollos de Santa Águeda, mantecadas, bizcochos, flores, brazos de gitano...y así un sinfín de repostería que ellas mismas amasaban y luego cocían en el horno de la panadería, utilizándolo después para el consumo doméstico. Una repostería que, bien fuera hecha en el pueblo, o bien comprada, como la famosa caja de dulces de Próspero, de Belver de los Montes con su variedad de pastas recubiertas de fideos multicolores, me resultaban exquisitas.
El abastecimiento en los pueblos se efectuaba mediante carros que iban por las casas vendiendo provisiones de todo tipo: las hogazas de pan, el escaso pescado o los productos de ultramarinos, como el famoso "chocolate de Belisario", que era un chocolate de onzas gruesas y sabor algo terroso, con el envoltorio de papel marrón atado con un cordelito, y que prometía momentos felices para el paladar una vez abierto, cuando solíamos merendar a eso de las cinco de la tarde.
Me acuerdo de mi abuela que cuando oía anunciarse al tendero desde su carro o años después- su furgoneta, se apresuraba a salir con el pequeño monedero de plástico negro. En la calle pronto se agrupaba un grupo de vecinas que compraban sus viandas, y regresaban luego a sus casas con ellas sobre el mandil a modo de atillo. Los ultramarinos del Sr. Toribio o de Flores provenían de pueblos cercanos como Malva o Cañizo, en una época donde la gente de los pueblos decía "Sr. Fulano" en lugar de "Don Fulano" que era una expresión más propia para referirse a los "señoritos", es decir, a las personas económicamente más poderosas. Me refiero a un tiempo lejano donde se pesaba con balanza manual y las cuentas se hacían de memoria, con papel y lápiz, y con una exactitud matemática.
Los olores eran particularmente especiales y han dejado una mella específica en mi memoria, sobre todo era especial el aroma del pan recién hecho, que llegaba caliente a las casas y que llevaba escrito en la hogaza "pan de Bustillo del Oro" haciendo referencia al pueblo donde se había elaborado. A veces el pan llegaba caliente y yo me apresuraba a partir un trozo con la mano (el currusquillo o el cantero), que devoraba con auténtico delirio. El panadero que recuerdo mejor se llamaba Crece, era de Pobladura y dejaba tras de sí una estela a horno que me extasiaba.
Más tarde aquel sistema de venta ambulante se fue perdiendo, y hubo en el pueblo dos tiendas que vendían un poco de todo: desde tejidos a comestibles, pasando por tornillos, pinturas, hilos y todo lo que se pudiera necesitar. Eran pocos los que iban a la ciudad, a Zamora, a hacer compras a menos que fuera algo muy específico, porque el diario se resolvía en estos dos lugares que regentaban: en una tienda el matrimonio compuesto por el Sr. Lisardo y su mujer doña Benita, y en la otra el Sr. Zósimo respectivamente, y que a la muerte de ambos continuaron regentando sus hijos y más tarde sus nietos.
No eran muchas las necesidades de entonces, puesto que prácticamente en todas las casas había ganado: gallinas, cerdos de crianza, pollos, alguna cabra, conejos... y en cuanto a los productos del campo, era fácil encontrar algún vecino que explotaba una pequeña huerta de la que se abastecían varias casas. Por este motivo, leche, huevos, patatas, carne variada y verduras eran productos que no solían faltar; aunque la matanza del cerdo era el sustrato fundamental en la alimentación de las familias para todo un año, y pese a que entonces no existían los potentes frigoríficos y congeladores de hoy, se encontraban métodos igualmente efectivos para permitir que todo el despiece del cerdo durara varios meses.
En invierno la matanza era una tradición y un rito para todos los habitantes del pueblo, no solo por el hecho en sí de sacrificar al cerdo, sino porque las familias y vecinos se reunían en la casa donde se hacía la matanza y todos ayudaban en la faena: los hombres eran los que se dedicaban a sacrificar el animal, a chamuscarlo y despiezarlo, a separar los tocinos y los jamones que se envolvían en sal y luego se prensaban para colgarlos posteriormente de enormes clavos durante meses hasta que se secaban en los "sobraos" o las "paneras" de las casas.
Las mujeres cocían la sangre, freían las "chichas" y los "coscarones, preparaban otras piezas que se secaban al aire y se consumían en salazón o ahumadas, adobaban las costillas y lomos dejándolos en una salsa con pimentón durante días para que tomara el sabor de los ingredientes, y picaban el resto de la carne del cerdo, a menudo mezclada con carne de vaca, para hacer chorizos y salchichones utilizando las propias tripas del animal que lavaban concienzudamente hasta quedar limpias para proceder a rellenarlas con el picado, sofreían los lomos previamente fileteados y los conservaban en su propia manteca que, en invierno, se cuajaba; de este modo se utilizaba toda la carne del cerdo, que era el sustento básico para comidas y meriendas a lo largo de todo un año.
Recuerdo el frío que hacía en la casa, el ajetreo de la gente entrando y saliendo afanados con sus quehaceres o las manos agrietadas y llenas de sabañones de las mujeres que se hundían en la carne picada amasándola a conciencia.
A mi madre le gustaban mucho los coscarones servidos en un plato con azúcar y miel y, pese a lo desaconsejado de ese tipo de alimentos para una dieta sana por la cantidad de grasa que contenían, solo el hecho de ver el placer con que se degustaban, merecía la pena.
Ocurría lo mismo con los torreznos, que eran trozos de tocino que se freían "churruscando" la corteza y que, junto con los chorizos caseros, constituían el menú que servía de merienda. También los niños colaboraban en una tradición que era para mí particularmente grata: entregar a familias desfavorecidas o mujeres que vivían solas y no podían permitirse una matanza distintos trozos del animal que las mujeres iban apartando. Esta manera de compartir lo que se tenía era una constante entre los vecinos. Quien tenía verduras regalaba tomates, pimientos, guisantes; cuando había oportunidad de hacer un bizcocho, se tenía en cuenta a la vecina que estaba sola, o a quien estaba enfermo. Las puertas de las casas no se cerraban, y los niños iban y venían en la certeza de que no corrían peligro.
Mª SOLEDAD MARTÍN TURIÑO
martes, 05 de agosto de 2014 a las 10:25
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