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LA FUENTE DE LA PLAZA DE RASUEROS
De tanto en tanto rehago el hatillo de ropa y desando el camino por el que deserté del arado hace ya muchos años, los escasos cien kilómetros de uva y trigo que separan mi casa del exangüe Rasueros, mi pueblo. El regreso no es un retorno sino una constatación de lo inapelable de la huida, en todo caso un arrumaco con nostalgia, más que a la tierra, al tiempo que en ella hubo vida.
Rasueros, sincero, recibe con el cementerio a la entrada. De un blanco traslúcido, esa receptoría de muertos evoca más historias que historia en todo el pueblo queda. Poco más tarde el ruido del coche nos anuncia y abre de súbito la puerta de mi vieja casa de niño. La mueca de ternura de mis padres, ya aquejados de edad, el retozo de su risa ajada cuando abrazan a su nieto, mi hijo, me descoloca entre dos mundos de los cuales no formo completamente parte. Es un achuchón entre dos universos inmiscibles; los abuelos de Rasueros, el nieto de Valladolid y yo doliente de doble desarraigo, de la condición de forastero en ambas partes. Es un dolor desesperanzado sin antídoto que valga.
En casa perdura el olor a cuadra, entrar España en la Unión Europea y salir las vacas de los pequeños establos familiares fue todo uno, con su partida sepultaron una época que inexorablemente languidecía. A pesar o quizá por ello, cada vez que abro una botella de leche recuerdo los esfuerzos vanos de mi padre intentando salvar a una res de la muerte y las lágrimas iracundas de mi madre ante la pérdida inevitable. Las vacas se fueron pero ¡ay! su tufillo permanece.
La tarde es café, saludos y paseo por calles desnudas entre casas, algunas reconstruidas, que sólo se llenan unos días en verano. Callejuelas que desaguan en la plaza que es alegoría de toda la región. Extensa y desahuciada de pasado. Hasta hace apenas dos años en su centro descansaba orgullosa una modesta fuente, la primera canalización de agua corriente, alivio de trabajo para nuestras abuelas. Alrededor unos jardines con bancos de piedra fedatarios de amistades y cogorzas, de amores y pasiones; ¡Si pudieran hablar cuántas virginidades perdidas quedarían desveladas!. Hoy un barreñón de cemento empavesado con luces de neón usurpa ese espacio. Sigo andando, el frontón no encuentra quien juegue en él, a la escuela no van más de seis u ocho zagales. Las piscinas que llegaron cuando niños, en las que aprendimos a nadar y conocimos a las chicas de los pueblos cercanos, están como a trasmano sin nadie que las haga caso. Las campanas de la torre mudéjar tocan a muerto.
El invierno en los pueblos es invierno; sin esperanza de primavera. El frío en las calles vaciadas de niños congela más adentro de los huesos. Cuando regreso al presente, unívocamente urbano, estoy un poco más triste.
lunes, 08 de diciembre de 2003 a las 0:00
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